La estatua ecuestre de Pedro I se levanta a la orilla del Neva, a una de las extremidades de la inmensa plaza de Isaac. Su severo semblante mira al río, y parece animar todavía esa navegación creada por su genio fundador. Todo lo que el oído escucha, todo lo que contempla la vista en este soberbio teatro, no existe sino por un pensamiento de la poderosa cabeza que hizo salir de en medio de un terreno pantanoso tantos y tan magníficos monumentos. Sobre estas desoladas riberas, de donde la naturaleza había desterrrado, al parecer, toda vitalidad, Pedro asentó su capital y se creó nuevos súbditos. Su terrible brazo se halla todavía extendido sobre su posteridad, que se agrupa alrededor de su augusta efigie; se le mira, y no se sabe si esa mano de bronce protege o amenaza.
L'imperi
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